martes, 12 de enero de 2016

Los Presidentes y el Pueblo




-¿Qué podemos hacer por el Pueblo, Presidente?  – preguntó echando mano de su libreta de notas y de la pluma que le habían regalado sus compañeros de partido cuando fue nombrado Consejero.
El Presidente no contestó de inmediato.  Ni se dignó a mirarlo. Fijó su mirada en el inmenso cielo azul que se abría tras los cristales de la ventana de su despacho. Luego, se repitió la pregunta con cierto desdén y, finalmente, contestó con la animación del que se le acaba de ocurrir una brillante idea:

-Al Pueblo, amigo mío, lo vamos a domesticar. Si queremos perpetuarnos, no nos queda otra opción.

Todo fue más rápido de lo esperado. Ordenó, bajo la excusa de la libertad y la supuesta responsabilidad de los maestros, que éstos no sufrieran control alguno sobre su trabajo y que, bajo el principio de la igualdad y la exclusión del padecimiento, no se hiciera repetir ni cursos ni grados a los estudiantes, pasando éstos a los cursos superiores independientemente de sus conocimientos académicos.  Hizo algo más. Seleccionó a los peores profesores de todo el territorio y cambió, cada cierto tiempo, el sistema educativo hasta hacerlo inservible. En pocos años obtuvieron una juventud tal y como la querían: indisciplinada y caprichosa, hedonista y merecida, individualista e ignorante, que se limitaba a satisfacer unas necesidades creadas a costa de exprimir a unos padres tan desorientados y engañados como ellos.

Hicieron mucho más. "El Pueblo debe permanecer siempre necesitado. Nunca sus necesidades deben estar satisfechas, pero tampoco hasta el punto de la desesperación". Así lo dejó de claro a sus consejeros de asuntos sociales quienes, sin dilación alguna, desplegaron políticas subvencionistas y pagaron para que los campesinos no cultivaran sus campos y dieron cerrojazo a las pocas industrias que quedaban llevándoselas a otras tierras. Se creó una red clientelar y una administración paralela para desplazar a los funcionarios decentes que existían y sustituirlos por personas mediocres y afines al partido y a la corrupción. En algo más de dos décadas habían dado la vuelta a la tortilla. Tuvieron incluso tiempo para cambiar valores premiando la corrupción y el enriquecimiento fácil. Pero como todo es mejorable, decidieron al final desproteger de cualquier seña de identidad a un pueblo que se desgañitaba en los campos de fútbol y a una juventud  considerable que se emborrachaba  los fines de semana por los solares y los parques.


Después de aquel primer Presidente, llegaron otros. La última, recién llegada, miraba por la ventana del mismo despacho de siempre, satisfecha, contenta, convencida que ella culminaría la obra emprendida  hacía treinta y cinco años atrás, soñando incluso en que aún podría agrandar el imperio, imaginando cómo entraría triunfante en otro despacho, lejos, más allá de las montañas, en el que, en el mismo momento, un barbudo de aspecto torpe y sonrisa pérfida pensaba satisfecho lo bien que había servido a sus amos de Europa.


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