-¿Qué podemos hacer por el Pueblo, Presidente? – preguntó echando
mano de su libreta de notas y de la pluma que le habían regalado sus compañeros
de partido cuando fue nombrado Consejero.
El Presidente no contestó de
inmediato. Ni se dignó a mirarlo. Fijó
su mirada en el inmenso cielo azul que se abría tras los cristales de la
ventana de su despacho. Luego, se repitió la pregunta con cierto desdén y,
finalmente, contestó con la animación del que se le acaba de ocurrir una
brillante idea:
-Al Pueblo, amigo mío, lo vamos a
domesticar. Si queremos perpetuarnos, no nos queda otra opción.
Todo fue más rápido de lo
esperado. Ordenó, bajo la excusa de la libertad y la supuesta responsabilidad
de los maestros, que éstos no sufrieran control alguno sobre su trabajo y que,
bajo el principio de la igualdad y la exclusión del padecimiento, no se hiciera
repetir ni cursos ni grados a los estudiantes, pasando éstos a los cursos
superiores independientemente de sus conocimientos académicos. Hizo algo más. Seleccionó a los peores
profesores de todo el territorio y cambió, cada cierto tiempo, el sistema
educativo hasta hacerlo inservible. En pocos años obtuvieron una juventud tal y
como la querían: indisciplinada y caprichosa, hedonista y merecida,
individualista e ignorante, que se limitaba a satisfacer unas necesidades
creadas a costa de exprimir a unos padres tan desorientados y engañados como
ellos.
Hicieron mucho más. "El Pueblo debe permanecer
siempre necesitado. Nunca sus necesidades deben estar satisfechas, pero tampoco
hasta el punto de la desesperación". Así lo dejó de claro a sus consejeros de
asuntos sociales quienes, sin dilación alguna, desplegaron políticas
subvencionistas y pagaron para que los campesinos no cultivaran sus campos y dieron
cerrojazo a las pocas industrias que quedaban llevándoselas a otras tierras. Se
creó una red clientelar y una administración paralela para desplazar a los
funcionarios decentes que existían y sustituirlos por personas mediocres y
afines al partido y a la corrupción. En algo más de dos décadas habían dado la
vuelta a la tortilla. Tuvieron incluso tiempo para cambiar valores premiando la
corrupción y el enriquecimiento fácil. Pero como todo es mejorable, decidieron
al final desproteger de cualquier seña de identidad a un pueblo que se
desgañitaba en los campos de fútbol y a una juventud considerable que se emborrachaba los fines de semana por los solares y los
parques.
Después de aquel primer Presidente, llegaron otros. La última, recién llegada, miraba por la ventana del mismo despacho
de siempre, satisfecha, contenta, convencida que ella culminaría la obra emprendida hacía treinta y cinco años atrás, soñando incluso
en que aún podría agrandar el imperio, imaginando cómo entraría triunfante en
otro despacho, lejos, más allá de las montañas, en el que, en el mismo momento,
un barbudo de aspecto torpe y sonrisa pérfida pensaba satisfecho lo bien que
había servido a sus amos de Europa.

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