lunes, 21 de octubre de 2013

EL EMIGRANTE


A mí me parió la tierra igual que me parió mi madre, con dolor. Y hubo de haber mucho dolor de por medio, que me arrancaron a la fuerza, con violencia, porque ya habían brotado raíces en sus entrañas.

         Y fue, sin duda, el mismo dolor el que sentí, cuando hecho un mozo, capaz  de empuñar la hoz contra los espigados trigos, mis padres decidieron buscar otros horizontes y otra esperanza lejos de nuestra tierra.

         Recuerdo aquellas maletas de madera y aquel viaje interminable de varios días en tren. Cuando me despertaba de un corto sueño siempre hacía la misma pregunta:

         - ¿Ha pasado algo mientras dormía?

         - Lo de siempre -contestaba con frialdad mi madre- campos y pueblos. Sigue durmiendo.

         Dormir era imposible. Mejor soñar, pegar la frente al cristal de la ventanilla y contemplar el paisaje. Luego, pensar en el pueblo, en los amigos que habían acudido a despedirme, en los abrazos, en Antonia, que no nos esperaríamos... Soñar para quitarme el miedo que me daba encontrarme con una tierra extraña, de la que todo lo desconocía, y que no era la mía; el miedo al futuro, que no es de nadie.

         Si me hubiese quedado en el pueblo, ¿qué hubiese sido de mí? Siempre me asaltan las mismas preguntas. ¿Sería igual que soy ahora?  No -me contesto- ¿cómo iba a serlo?  Vinimos para progresar e hicimos progresar. La desesperación y el ansia de mejorar nos aferraban al trabajo. Teníamos que conseguir lo que nuestra tierra nos negaba. Nadie debía regresar hasta no tener algo qué enseñar, algo que demostrara a los paisanos que habíamos triunfado. ¿Quién quiere volver derrotado?

         Algunos, por esas ansias, cuando después de años retornaban al pueblo a pasar las vacaciones, escondían su realidad más dramática alquilando un coche, que luego pasaban por propio, o mintiendo deliberadamente sobre su situación económica, que presentaban del todo envidiable.

         La propaganda desmesurada que, por otro lado, se hacía del nuevo paraíso, animaba a algún que otro indeciso a probar suerte.

         - ¡Has visto a fulanito! Aquí, un muerto de hambre y míralo ahora. ¿Quién iba a decir que hasta tendría coche?

         Llegar a tener para presumir durante las vacaciones en el pueblo, a costa de dejarse la piel en las fábricas, levantando calles o realizando trabajos que no harían ni los animales. A costa de provocar el desaire de los paisanos con nuestras fanfarronadas en los bares:

         - Pepe, cóbrate de punta a punta de la barra.

Y luego, vengativos, nos bautizaban con motes que arruinaban nuestras ganas de volver.

         - Ya llegban los “globos" -nos decían- vienen, se inflan y luego, se van.  Los "rebañaorzas", "los vaciaollas"...

         Siempre se decía que se trabajaba en una fábrica donde se ganaba mucho dinero, se echaban muchas horas o te permitía estar pluriempleado. Se escondía el sufrimiento diario de ser y sentirse un extraño, de vivir, al principio, hacinados en habitaciones de trece metros cuadrados, de respirar bajo un cielo que no era el tuyo.

         Los domingos nos reuníamos en los mismos bares y acudíamos a los mismos lugares para hablar del pueblo, de los recuerdos que, a fuerza de repetirlos, recobraban una presencia siempre continua. Nos aferrábamos a las costumbres que traíamos, íntimas y domésticas, y las seguíamos con verdadero fanatismo.

         La tierra nos pare, sin duda, y no importa cómo ésta sea para quererla para siempre; o para odiarla, que es otra manera de andar obsesionado con ella.

                   - Uno es de donde come.

         ¡Qué tontería!  Uno es de quien lo ha parido. Y cuanto más dolor, más te arraigas; aunque sólo sea para agarrarte, desesperado, a sus pechos secos y ocupados, siempre, por bocas avarientas e insaciables, que la sangre a veces te llamaba y sólo el alarido seco del hambre te hacía mirar al cielo con ojos llenos de venganza.

         Lo vi en muchos hombres venidos de otros pueblos, donde el hambre ladraba cada día por sus estómagos como fatal costumbre. Siempre hay quien está peor, quienes estaban peor, y la desesperación del hambre les empujaba a buscar el sustento fuera de nuestra tierra.

          Otros, emigraban por causas políticas que les salpicaron a ellos o a su familia. El odio y la intransigencia que levantó la guerra civil partieron almas y cuerpos y envenenó de lleno los corazones. Mi padre no paraba de contar historias de venganzas urdidas en el entramado febril de la guerra.

          Sean por las causas que fueren, allí estábamos todos; y acudíamos a tropel con la ilusión y la esperanza puestas en encontrar una vida mejor.

            

                   Luego los años, es decir, el tiempo, nos pone a cada uno en nuestro sitio. Cuando llegaron las crisis económicas, nosotros, los emigrantes, los "otros" de cualquier lugar, fuimos los primeros en caer. No habíamos recibido preparación ni éramos obreros cualificados. Menos imprescindibles, más fáciles de echar. Hasta entonces habíamos conseguido, con mil esfuerzos, tener un pequeño piso y un coche que era nuestro escaparate. Ahí se quedó todo. Cambiamos el hambre por comer en platos ajenos; y el miedo a que nos los retiraran, nos convirtió en seres temerosos que se conformaban con las simples migajas de los subsidios.


         Recuerdo que siempre estábamos pendientes de todo acontecimiento, bueno o malo, que se exageraba o se minimizaba según las tendencias; pendientes de todo adelanto que ocurriera en nuestra tierra. Criticábamos los errores y los defectos y soñábamos, muchos en el silencio de la esperanza, en que un día volveríamos a nuestros orígenes y a nuestra casa.

         En cierta ocasión, cuando todo el mundo opinaba sobre la formación de las Autonomías, me preguntaron por mi bandera, por el porqué de sus colores, cuando terminaron de explicarme la historia de la suya. Sentí una enorme vergüenza. ¡La verdiblanca! Yo no supe qué contestar. A mí nunca me habían hablado de ella, ni mis padres, ni mis abuelos, ni mis maestros... ¡Mis maestros! Yo no tuve maestros. ¿Qué iba a saber yo del porqué de sus colores?  Luego, hablaron de un hombre, al que llamaron el Padre de la Patria Andaluza. Disimulé cuánto pude mi torpeza y mentí cuando me preguntaron si conocía, al menos, el himno de mi tierra. La ignorancia no solo es atrevida, casi siempre es ciega. Llamé al pueblo, hablé con el Ayuntamiento, pedí libros, bandera e himno. Me enteré. Se despertó la conciencia. En la madrugada del 11 de agosto de 1936 cayó un hombre asesinado gritando ¡Viva Andalucía Libre!, y pocos años después no lo recordaba nadie; y aún hoy lo ignora otra mayoría de andaluces, emigrantes o no. Leí: "Cuando todos los andaluces conozcan su verdadera historia y esencia, será cuando logremos llegar a obtener el poder necesario para exigir el respeto a nuestra personalidad, tan diferente de aquella que tratan de imponernos". Gritó: "¡No emigréis, combatid!" Lo comprendí. Devoré ansioso libros e información y descubrí la otra historia, la que nos explica la presente, la que nos justifica el estado actual y los acontecimientos. Aprendí que debemos esforzarnos en  conocer nuestra historia para poder enseñarla, como no me la enseñaron a mí mis padres, ni a mis padres mis abuelos, ni yo he sabido hacerlo con mis hijos. La tierra tiene su historia, y me he dado cuenta que tanto más se la respeta cuanto más se la conoce; y todavía más si te encuentras lejos de ella. Entonces se la quiere como a todo lo perdido, con el corazón y el alma henchidos de obsesión.

          



          Fuimos en busca de una mejor vida, (bienestar le dicen ahora y andan equivocados), y encontramos solo otra forma diferente de vivir, que hoy no sabría valorar si mejor o peor, sin duda, solo distinta; pero acompañados siempre por el martilleo incansable, obsesivo, de la llamada, del recuerdo que me hace estar, todavía, pendiente de toda información que proceda de mi tierra. Cada noticia, buena noticia, que yo comento orgulloso. Cada avance suyo es un avance mío; cada retroceso, una desesperación.

         - Pero si los que viven allí ni siquiera sienten por Andalucía ni la mitad que tú -me dicen.

         - Porque nunca se han visto en la necesidad de salir de ella. Se ha de vivir lejos para que surja la pasión. Hay que perderla para que no se te olvide nunca; como se añora siempre todo lo perdido.


         Hoy confieso. Me moría de añoranza por los paseos del río, por los campos llenos de olivos viejos y ennegrecidos de verde, por aquellos horizontes de montañas lejanas y azules.

         Hoy confieso el dolor de la separación. Que no nos esperaríamos, Antonia. Pero, ¿cómo íbamos a hacerlo?

         - ¿Vas a volver? -me preguntaste.

         - No lo sé -te contesté yo.

         - ¿Entonces?

         - No lo sé - volví a responder.

         Y cuando el tiempo, es decir, los años, nos ponen a todos en nuestro sitio, yo no encuentro el mío, que no está aquí ni ya está allí, en el pueblo. Me siento como el hijo abandonado, desarraigado, odiando y al mismo tiempo esperando el gesto tierno y maternal de la tierra que me invite a su regazo.

         Estoy enfermo y me siento viejo. La esperanza no anida en mi pecho. Voy y vengo, como todo lo viejo, del pasado al presente que ya no recuerdo. Se me olvida el año, el día, la compra del mercado, el nombre...; pero recuerdo los días azules y verdes de la infancia, el trabajo en el campo y los primeros vinos en la taberna. Recuerdo la alameda y el río, y aquellos ojos intensos y negros que quemaban en su mirar como si fueran de fuego. Tus ojos, Antonia. ¡Y no nos esperaríamos! Recuerdo el sabor salobre del rocío sobre los campos de preñadas semillas, y las tardes de lluvia y lumbre. Nada más que recuerdos. ¡Dieciocho años de recuerdos! Dieciocho primeros años de una vida que cortó el hacha de la emigración. Porque nuestra tierra no tenía futuro. Tuvo, según los libros, un pasado glorioso; pero el futuro, que no es de nadie, todavía lo iba a ser menos de Andalucía. El tiempo, que pone a cada uno en su sitio, también sabrá situarla donde le corresponda, salvo que en este caso no basta solo con esperar. Hay que lucharla. No me cansaré de decirlo. Desde esta otra tierra que no es la mía porque no me ha parido, donde las raíces están a merced de que las arranque el viento. Se quedaron, profundas y rotas, donde nací.


         Sí, he pedido que cuando muera me lleven a enterrar allí. Para volver a su seno. Que a mí me parió mi tierra igual que me parió mi madre. No me cansaré de repetirlo. Con dolor.


                                                                           Isidoro Ropero
                                                                           invierno de 2000

1 comentario:

  1. Con este relato, que viene a reflejar la emigración de los años 60 que sufrió nuestra tierra, escrito en el año 2000, para un concurso de relatos que convocaba el Ayuntamiento de Casares, muy lejos entonces de pensar que la historia, aunque en otro contexto diferente y en una población más especializada, iba a repetirse produciendo los mismos sentimientos de desarraigo e impotencia que entonces, pretende exponer la rotura y la herida que significa la emigración, aunque ésta se haga alentada por los poderes estatales, con esos eufemismos que demuestran su falta de tacto y de escrúpulos. No se van, los echan, como nos echaron hace cincuenta años azuzados por el hambre y la miseria.
    Isidoro Ropero

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